Por Gustavo Zerbino, Club Rotario de Montevideo, Uruguay
Ilustración: Aad Goudappel
En el momento antes que el avión se estrellara, me desabroché el cinturón, me levanté y me sostuve del techo.
El avión se estrelló contra la montaña y se partió exactamente donde yo había estado sentado. Mi amigo que se sentaba en el asiento a la par del mío, cayó fuera del avión y murió.
Yo estaba con mi equipo de rugby, el Club Old Christians de Montevideo, Uruguay.
Corría el mes de octubre de 1972, y volábamos sobre los Andes camino a Santiago, Chile, para jugar un campeonato de rugby. Éramos 40 pasajeros, entre compañeros del equipo y también familiares y amigos, así como cinco miembros de la tripulación. Yo estaba sentado del lado de la ventana viendo los picos de la montaña abajo, cuando de pronto los picos empezaron a verse más de cerca. Le pedí a mi amigo que estaba sentado en el asiento al lado del pasillo que me dejara pasar, y le fui a hablar a los pilotos. Me dijeron que no me preocupara, pero entonces ellos se fijaron y vieron los grandes picos y me dijeron que me fuera a sentar.
Después del accidente, pensé que era cierto que los muertos podían pensar, pues yo no podía creer que estuviera vivo. Todos los asientos estaban amontonados uno encima del otro. Habían personas muertas, personas heridas y personas que luchaban para poder salir.
Nos habíamos estrellado en el Glaciar de las Lágrimas. No teníamos comida. En la noche, cuando nevaba y hacía viento, las temperaturas bajaban a 40 grados Fahrenheit bajo cero. En el día, cuando el cielo estaba despejado y el sol estaba directamente sobre nosotros, se ponía muy caliente.
Hay mucho que se puede decir de nuestros 72 días en las montañas. Hay cientos de documentales. Están el libro y la película “Viven”.
Éramos muy jóvenes y nos adaptamos rápido ya que no teníamos otra opción. La única ropa que teníamos era la que andábamos puesta: zapatos de cuero, medias de nailon, pantalones, camisa, saco y corbatín. Cuando moría otra persona, nos poníamos los pantalones de ellos y tenías dos pares de pantalones o dos pares de medias.
Cada noche rezábamos el rosario. Por tres razones: primero, para agradecerle a Dios porque habíamos sobrevivido un día más y para pedirle que el día siguiente fuera igual de bueno. La segunda razón era porque recitar el rosario era como tener una escobilla de parabrisas que borraba todos los pensamientos negativos que teníamos durante la oscuridad de la noche. Y la tercera razón era porque cada cinco minutos, el rosario volvía a tu alrededor. Si te dormías, te congelabas como una estatua, por lo que nos dábamos pequeños empujoncitos unos a otros para rezar.
Construimos un radio con piezas de otros radios, y escuchamos que habían parado la búsqueda. El mundo nos había abandonado, por lo que construimos entre nosotros una solidaridad cuyo único objetivo era sobrevivir. Aprendimos que lo importante en la vida no es lo que pasa, sino lo que hacemos con lo que pasa, y eso es lo único que nosotros podemos controlar.
No hay seres humanos extraordinarios. Solo hay seres humanos comunes y corrientes, como ustedes y como yo, capaces de hacer cosas extraordinarias si nos conectamos con amor y pasión, si hacemos cosas que son más importantes que nosotros mismos.
Hicimos un pacto de que si moríamos, nuestros amigos podían usar nuestros cuerpos para poder sobrevivir. Lo entendimos como algo lógico. Nuestro compañero de equipo Gustavo Nicolich le escribió una carta a su mamá que yo me la traje cuando nos rescataron. Él le dice a ella que tuvimos que empezar a comer la carne de los cuerpos de nuestros amigos que habían muerto. Él le cuenta que le habíamos pedido a Dios desde lo más profundo de nuestro ser que no permitiera que eso llegara a pasar. Pero el momento llegó, y tuvimos que aceptarlo con valentía y con fe.
Esto es algo que nos hace sentir orgullosos. Escogimos la vida y no la muerte. Dieciséis de nosotros sobrevivimos para contar la historia.
Contarle a la gente lo que nos pasó nunca me ha molestado para nada. Es el mejor tributo que podemos rendirle a nuestros amigos que murieron en la montaña ya que eran seres humanos maravillosos que nos lo dieron todo para que nosotros pudiéramos vivir.
Yo nunca pienso sobre el hecho de que estuve en un avión que se cayó. Tomo aviones para ir a todo lado. Yo hago cosas, no me preocupo por las cosas. Hoy soy el presidente una compañía farmacéutica multinacional en Uruguay. Soy miembro de la asociación de rugby. Jugué para el equipo nacional de rugby de Uruguay. Soy miembro del consejo asesor de la UNICEF. Trabajo con una fundación llamada Rugby without Borders (Rugby sin fronteras). He sido Rotario por 23 años. Tengo seis hijos. He hecho muchas cosas. Y el accidente de los Andes es solo una cosa más que me ha pasado.
Para el mundo, fue algo muy grande, pero las vidas de las personas son únicas e irrepetibles. Todas las cosas que usted vive son únicas para usted. La vida ha sido generosa conmigo. Me dio la oportunidad de vivir, aprender, compartir y de ser agradecido cada día porque estoy vivo.
— Según fue contado a Briscila Greene y Diana Schoberg
FUENTE: Las Voces de Rotary
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...